A más de 15 años desde la muerte del capo de capos, Pablo Escobar en el tejado de una casa en el occidente de Medellín, Colombia muestra no haber aprendido las lecciones de una guerra perdida: la guerra contra el narcotráfico.
Falaz porque ningún árbol, arbusto, fronda, ramaje, matojo, pasto, mata, maleza, o como quiera que le llame, mata. Realmente matan (y torturan, y despedazan) quienes quieren defender sus plantíos de esa mata, laboratorios en donde se la procesa y negocios por medio de los cuales se vende, tal y como lo hiciera Escobar en su tiempo y la guerrilla y paramilitares hacen actualmente.
Basta con recordar las decenas de carros bomba que el Cartel de Medellín hizo explotar en la capital paisa y Bogotá para ablandar al gobierno de César Gaviria y la Asamblea Constituyente de 1991 en torno a la extradición de nacionales. Basta con mencionar las salvajes carnicerías de los grupos paramilitares en Cesar, Córdoba, Magdalena y otros departamentos para desplazar a cientos de familias y acceder a tierras baratas para el cultivo de coca. Basta con hablar de las cuotas que imponen las guerrillas en el sur del país para no molestar a las familias, las cuales o cultivan coca o se van definitivamente de su tierra.
Matan, asimismo, quienes quieren acabar con la siembra de cultivos ilícitos quemando la tierra con glifosato, tal como lo hace insistentemente el Estado colombiano en su propio suelo. Pero como si esto fuera poco, al seguir la doctrina norteamericana durante tres décadas, basada en las mismas premisas (prohibir, criminalizar, fumigar) se han obtenido los mismos resultados: más drogas en las calles, venas y narices del mundo civilizado; más sangre en los campos y ciudades latinoamericanas.
Del mismo modo en que es falaz, la voz de la niña en la radio no hace otra cosa más que difundir una idiotez bajo la cual hay una idea implícita y es la de la capacidad de escoger que tiene el campesino. Y sí, siendo sincero la hay. El campesino puede elegir entre estas no muy agradables opciones: sembrar las terribles matas asesinas, y someterse a la presión de narcos, paras, guerrilleros y fuerzas del Estado; sembrar un cultivo lícito y morir de hambre porque la papa, el maíz y distintas siembras tradicionales no dan para su sostén; o, como diría el ilustre estratega de la ‘lógica’ uribista José Obdulio Gaviria, “migrar”.
En efecto, ante esa interesante baraja de opciones es fácil suponer la razón por la cual amplias extensiones del país están llenas de estos cultivos (cerca de 17 millones de hectáreas según Acción Social y MinDefensa) sin importar cuántos soldados, aviones fumigadores y erradicadores manuales disponga el gobierno de turno para evitar que la siembra de ilícitos se expanda como un cáncer.
Además de todo lo anterior, habla de la ignorancia de esta pauta el hecho de que se haya demostrado científicamente que el drogadicto más que un criminal es un enfermo. Según Alan Leshner, ex director del Instituto Nacional sobre Abuso de Drogas de los Estados Unidos “cambios dramáticos en las últimas dos décadas en el campo de las neurociencias y las ciencias del comportamiento han revolucionado nuestra comprensión del abuso de drogas y las adicciones”, para añadir que “es tiempo de reemplazar la ideología por la ciencia”.
LA ADICCIÓN COMO UNA LÓGICA NATURAL
Por ejemplo, una buena herramienta para comprender las adicciones, tal y como lo llama Antonio García Ángel, columnista de Soho: un argumento zoológico. Según menciona, el Wetlands and Wildlife Care Center, en el sur de California, hace más de tres años advirtió sobre una migración de pelícanos que había ingerido algas tóxicas. A raíz de esto, se reportó al Washington Post un grupo de pelícanos “con extraños comportamientos”, pero la alarma fue hecha luego que uno de ellos, “se clavó contra el parabrisas de un carro en movimiento”. Los medios decían que dichas aves estaban ‘drunk’, es decir, alegremente alicoradas, pero el Instituyo lo desmintió: la embriaguez se debía a un ácido propio de esas algas (ácido omódico) y que, por tanto, las aves más que borrachas, estaban trabadas.
Y es que la afición de los animales por las adicciones va más allá de los pelícanos con el ácido omódico: “las palomas rosadas que habitan en las Islas Mauricio son adictas a tres plantas psicoactivas: los cariaquitos, los frutos de fianaransa y los cogollos de raíz reina. Los mirlos comen los frutos del toyón (Heteromeles arbutifolia) y se tiran al piso para pasar el viaje psicodélico durante horas. Los caribúes canadienses, corderos africanos y las cabras montesas gustan de los hongos, aunque los casos más documentados se relacionan con la Amanita muscaria (…). Los gatos son sensibles a la valeriana pero sobre todo a la nébeda (Nepeta cataria), una pariente de la menta cuyo componente activo, la nepetalactona, les provoca relajación y alucinaciones”.
Pero si nos vamos a nuestros familiares más cercanos en el árbol de la vida, encontramos también que los primates son, por decir lo menos, marimberos. Una muestra de ello es que los chimpancés consumen la Aptenia cordifolia “con fines recreativos”. Los gorilas, a su vez, comen la Alchornea floribunda, familiar de la ayahuasca, sin contar además de las alucinógenas raíces del árbol de iboga.
Y como para terminar de confirmar los nuestro nexo con los primates, según García Ángel “las propiedades de muchas plantas estimulantes como el café, el té, el khat, la iboga, la amanita, el agave y la ayahuasca fueron descubiertas por humanos que observaban a otros animales utilizarlas intencionalmente”. Del mismo modo en que los animales han aprendido el uso de ciertas plantas como herramienta para su distensión de la realidad, los homo sapiens hemos desarrollado o adaptado un sinnúmero de químicos para hacer lo propio: desde el drogo de esquina hasta el presidente Uribe con sus goticas de valeriana.
Para etnobotánicos como Giorgio Samorini y R. Siegel una explicación para este tipo de conductas está en que la búsqueda de placer es instintiva. Nora Volkow, del Instituto Nacional sobre Abuso de Drogas sostiene que “estamos cableados para responder al placer. Tenemos circuitos que responden a los estímulos agradables porque son indispensables para la sobrevivencia”.
Esta lógica la impone la naturaleza a través de la evolución. Y aunque sea una verdad de Perogrullo, pareciera que son pocos quienes en efecto se dan cuenta que los seres humanos (y los animales, como hemos visto) nos enviciamos a aquello que nos puede proporcionar placer. A este respecto una amiga –quien por demás es bióloga- decía que si no nos divirtiéramos con el sexo, ya estaríamos extintos. Del mismo modo, si no obtuviéramos placer al comer, seguramente no lo haríamos sin importar sus consecuencias. Sostenía que “los tres placeres más grandes del hombre son comer, dormir y… (Bueno, el otro ya se lo imaginarán)”. Y bueno, como buen joven, comilón y dormilón he de admitir que ella tiene bastante razón…
El sexo, las relaciones sociales, la comida liberan endorfinas (similares a los opioides: opio, morfina, heroína, pero sin sus efectos negatives) en el cerebro, generando así placer. Afortunada o infortunadamente, según Volkow por azares de la evolución en la naturaleza existen sustancias capaces de activar esos mismos circuitos sin que en realidad estemos inmersos en alguna de esas actividades.
Pero, ¿por qué si el hombre es consciente del daño que puede hacerse cuando se vuelve adicto, insiste en consumir? El siquiatra y experto en farmacodependencia Miguel Cote en entrevista con El Espectador a este respecto dice: “Si usted me pregunta cuál es el problema más grande de la humanidad, yo le diría que es la compulsión, el deseo compulsivo hacia algo: hacia ser blanco, a tener plata como el tipo de DMG, al poder, sólo por ponerle ejemplos regionales. La adicción es una forma de permitir que el ser humano se deje llevar únicamente por sus compulsiones”.
¿Y qué es una adicción? “Es consumir más de tres veces en tres meses de cualquier cosa. Cuando ya hay una regularidad, se comienza a presentar un ‘acostumbramiento’, que es lo que llamamos neuroadaptación: su organismo se acostumbra y usted necesita más dosis para sentir lo mismo”, afirma Cote.
EL PLACER Y LA PROHIBICIÓN
Es de vieja data la costumbre occidental de prohibir y satanizar lo desconocido. Recordemos los ejemplos de la Iglesia Católica durante la edad media, cuando la Inquisición solía ejecutar a los dementes por considerarlos posesos demoníacos, así como sus intentos (remanentes de aquellos días) de difundir el celibato. Pero el sexo, como las drogas –y por ende las adicciones- desde hace mucho deberían ser consideradas connaturales a la existencia misma. Si bien tenemos ejemplos de aves desatinadas que se estrellan contra vehículos en movimiento, como borrachos que conducen como si quisieran estrellarse contra el mundo, hay que pasar de ese paradigma según el cual el adicto es una especie de depravado, quien no merece ninguna valoración como ser humano al impedirle que se libre de su enfermedad.
Entonces, detrás de la satanización y deshumanización del adicto viene la prohibición. Por un lado porque no se le reconoce su capacidad inicial para decidir, lo que lo hace humano: su facultad volitiva. Es estos casos el Estado paternalistas y la Iglesia fungen como directrices de la sociedad dictando qué es bueno y qué es malo (no voy a decir que ser un drogadicto es algo bueno como algunos defensores de la traba lo aseguran, pero tampoco creo que haya que tratarlo como un paria como algunos realmente desadaptados sostienen), y a lo que quedaríamos expuestos es a que sea una entidad superior la que someta la voluntad individual a lo que ella considere en un momento dado “el bienestar supremo de la colectividad” lo cual va en contraposición con el Estado democrático, como arguye Marianne Ponsford, fundadora de la revista El Malpensante y directora de la revista Arcadia.
Entonces por miedo a que hayan adictos a la comida, fácilmente se podría empezar a cortar lenguas con tal de impedir que se genere el peligroso placer de comer. Por miedo a que alguien se haga adicto al sexo, debería castrársele de nacimiento (!) para evitar que pase su vida frotando sus genitales, porque del mismo modo en que en ese Estado hipotético –y patético- se cortarían lenguas y genitales, actualmente se amputa la voluntad de quien quiera hacer con su vida lo que le venga en gana. Al fin de cuentas, no hay que olvidar que la voluntad, aunque doblegada por Estados paternalistas, sigue siendo la esencia del ser humano.
Por lo anterior, el Estado no se debe constituir en conciencia de nadie; porque en caso de que le diera por legislar las intenciones y los pensamientos, ¿quién podría ponerle límite? Estaríamos entonces frente al temible Gran Hermano que describía George Orwell, en donde son pocos los que piensan y muchos los que obedecen, así sea a regañadientes.
En este sentido se manifestó la Corte Constitucional hace ya más de una década, mediante la Sentencia No. C-221 de 1994, con ponencia del ahora precandidato presidencial Carlos Gaviria Díaz: “Dentro de un sistema penal liberal y democrático, como el que tiene que desprenderse de una Constitución del mismo sello, debe estar proscrito el peligrosismo, tan caro al positivismo penal, hoy por ventura ausente de todos los pueblos civilizados”. Del mismo modo, la prohibición y penalización del porte y consumo de drogas va en contra del positivismo penal “porque a una persona no pueden castigarla por lo que posiblemente hará, sino por lo que efectivamente hace”.
Finalmente, la irresponsabilidad e indolencia de la promo radial está en que desconoce el sufrimiento de los campesinos que han perdido sus tierras por la ausencia de Estado y los drogadictos que ha perdido sus cabales por cuenta de la ausencia de una educación eficiente.
Hay que admitir que el consumo de drogas es bastante grave pero como hemos visto, la mata no es la que mata. Ni siquiera es el drogadicto quien empuña las armas contra el campesino para obligarlo a sembrar su matica de coca. Antes bien, por las distintas razones por las que alguien se hace adicto es necesario replantear cómo se combate al narcotráfico porque el adicto no es más que una víctima de aquél. Si: en mi humilde opinión el drogadicto es una víctima de los narcos, como también lo son los campesinos, y toda clase de víctimas de este ridículo conflicto colombiano.
Hay que admitir que el consumo de drogas es bastante grave pero como hemos visto, la mata no es la que mata. Ni siquiera es el drogadicto quien empuña las armas contra el campesino para obligarlo a sembrar su matica de coca. Antes bien, por las distintas razones por las que alguien se hace adicto es necesario replantear cómo se combate al narcotráfico porque el adicto no es más que una víctima de aquél. Si: en mi humilde opinión el drogadicto es una víctima de los narcos, como también lo son los campesinos, y toda clase de víctimas de este ridículo conflicto colombiano.
La solución (¡porque debe haber alguna!) hay que admitirlo, no es legalizar a diestra y siniestra. Pero tampoco es confinar al adicto a una pseudoprisión con tal de ‘regenerarlo’ y mucho menos persiguiéndolo como si en vez de víctima fuera victimario.
Decía yo alguna vez durante mi adolescencia uribista que, por lo menos en Colombia, consumir drogas más que un acto de irresponsabilidad consigo mismo, era algo así como una traición a la patria. Admito que me equivoqué, puesto que las garras de las drogas son más fuertes que cualquier sentimiento patriotero. Ahora es ese mismo sentimiento de patria me hace aceptar que la guerra contra el narcotráfico hay que ponerla en cuidados intensivos. Regenerarla, como en efecto lo logran algunos drogadictos. Porque al igual que las adicciones, -entre ellas a las drogas-, el narcotráfico hay que tratarlo de forma interdisciplinaria: como a una enfermedad crónica. No sólo con químicos priven al enfermo de sensaciones, o que quemen cada rincón del país con glifosato. Ni con políticos que prometan bala a quien parezca drogadicto o jíbaro sino con educación.
Al fin de cuentas, ante la prohibición la ciencia ya ha encontrado mejores salidas a la drogadicción. Como dice Miguel Cote: “La mejor cura es la educación y enseñar a la gente a autocontrolarse, a ser responsable de sí mismo”.
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