“Toda la gente te tiene loco que si estás gordo, qué gordo estás.
No comas tanto, cuidate un poco; si no parás, vas a reventar.
Y vos decís que no comés nada, que desde el lunes vas a empezar
un nuevo régimen de pastillas, pero con eso no me engañás”. *
Una sudadera, una camiseta vieja, una tobillera para una dolencia añeja y un par de tenis desgastados son la única indumentaria para el primer día de esfuerzo. El recorrido está claro, la velocidad no tanto y depende de cuán rápido se adapte el cuerpo al ejercicio. La ‘pinta’ deportiva va a tono con la carrera: un circuito trazado alrededor de Comfama de Aranjuez que se hará hasta que el sedentario corazón y los pulmones aguanten.
Los primeros pasos son ligeros. El viento de la noche roza la cara. Otros que hacen el mismo recorrido, a las primeras zancadas, ya me han rebasado. Se nota que llevan tiempo haciéndolo. Yo apenas empiezo a tratar de bajar la panza, a punta de ejercicio. Las gotas de sudor aparecen como lágrimas. Para ser el primer día, se suponía que eran suficientes unos 20 minutos, interrumpidos por una sesión de estiramiento.
Al cabo de diez minutos de haber arrancado la carrera, el aire empieza a faltar. Se requieren bocanadas cada vez más profundas para complacer ese apetito voraz de oxígeno que se despierta. El dolor en el pecho confirma que el corazón, que late como endemoniado, se resiste a acelerarse conforme las piernas van exigiéndolo. Él está tan fuera de forma como yo. Trotar no es la única manera de luchar contra la panza y los kilos de más que cuelgan del abdomen, pero es a la que me acojo. Yo, como otros tantos, tengo sobrepeso.
Kilitos de más
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), la obesidad y el sobrepeso son “la acumulación anormal o excesiva de grasa que puede ser perjudicial para la salud”. Esta condición se mide a través de una fórmula tan recientemente popular como la de Einstein: el Índice de Masa Corporal (IMC). Éste se calcula dividiendo el peso de una persona en kilos por el cuadrado de su talla en metros (kg/m2).Si como resultado de la división se obtiene un IMC igual o superior a 25, se tiene sobrepeso; si este valor resulta igual o superior a 30, es obesidad. Para los hombres que no tienen una calculadora a la mano, pueden enterarse de su peso ideal con un cálculo simple: es una relación entre la estatura y el peso a razón de un kilo por cada centímetro después del metro. En mi caso, que mido 1,74 metros y peso 94 kilogramos, debería pesar 74 kilos, 20 menos de los que actualmente tengo. Con ese exceso, mi IMC es de 31,05.Pero más allá de los comentarios graciosos que pudieran hacerse a raíz de la presencia de un gordo o de lo inofensiva que parezca una barriga abundante, una persona con obesidad o sobrepeso puede sufrir enfermedad coronaria, presión arterial alta, diabetes de tipo 2, cálculos en la vesícula, problemas respiratorios y ciertos tipos de cáncer como el estomacal y el colorrectal.
De acuerdo con la OMS, “el sobrepeso y la obesidad son el quinto factor principal de riesgo de defunción en el mundo”, al punto de que cada año mueren cerca de 2,8 millones de personas adultas. Además, “el 44% de la carga de diabetes, el 23% de la carga de cardiopatías isquémicas y entre el 7% y el 41% de la carga de algunos cánceres son atribuibles a ello”. Según esta Organización, a 2008, mil 500 millones de adultos mayores de 20 años tenían sobrepeso, lo que equivale a que “más de una de cada diez personas de la población adulta mundial eran obesas”.
Las EPS en Colombia sólo pueden atender la obesidad y el sobrepeso cuando se padece alguna enfermedad conexa. Prácticamente hay que esperar a que el corazón y las venas se llenen de grasa para poder consultar, a que el hígado colapse o a que cualquier parte del cuerpo falle antes de que la condición se pueda tratar. La obesidad tiene lo que en la jerga especializada se conoce como etiología multifactorial; su origen está atado a múltiples causas, “resultado de la conjunción de factores biológicos, genéticos y ambientales”, como declara el doctor en Nutrición, Dixis Figueroa Pedraza. La principal de estas causas es un desequilibrio entre la energía ingerida a través de los alimentos y la que efectivamente se gasta.
El ambiente y las costumbres inciden en que la cintura vaya creciendo tras una acumulación de tejido adiposo en el abdomen y alrededores. En mi caso, fui criado en una familia en la que una de las muestras de cariño era una copiosa porción de comida, con énfasis en harinas y azúcares y pobre en frutas y verduras. ‘Coma para llenar, no para alimentar’, es el mensaje implícito que se lee en platos y bandejas antioqueños.
La genética también puede incidir en la cantidad de grasa que acumula el cuerpo. El sobrepeso y la obesidad tienden a ser hereditarios. Mi papá, si bien falleció por una complicación respiratoria, siempre tuvo sobrepeso y dos de mis tías maternas tienen obesidad mórbida. En mis pasos, mis familiares leen los movimientos de mi papá, con la torpeza propia de quien tiene una panza abundante.
Entre otras causas se encuentran los factores del ánimo, que puede llevar a que se ingieran más alimentos; el hipotiroidismo; el síndrome del ovario poliquístico; algunos medicamentos como corticoesteroides, antidepresivos como el litio y anticonvulsivantes, pueden estimular la retención de líquidos por parte del cuerpo así como reducir la velocidad con la que se queman calorías; el consumo de licor o cigarrillo; el envejecimiento, puesto que se pierde masa muscular; el embarazo y el exceso o falta de sueño.
El ascenso social está influyendo recientemente en el aumento de peso. En la medida que las sociedades enriquecen, la clase media crece y se engorda debido a que el consumo de calorías se incrementa. Y no es de extrañar: a mejores ingresos, neveras –y barrigas– más robustas. También está la dieta de comidas rápidas y de productos elaborados fuera del hogar. En el documental Super Size Me, Morgan Spurlock desayunó, almorzó y cenó con productos de McDonald’s durante 30 días. Con sólo cinco días de ingerir esta dieta de 5 mil calorías, Spurlock subió unos 4,5 kilogramos.
Más allá de lo que dicta la báscula, las cifras son desalentadoras. En 2010, un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) reveló que más del 50% de la población de sus países miembros padece sobrepeso, y que uno de cada seis es obeso. En Colombia, la Encuesta Nacional de la Situación Nutricional (Ensin) del 2010, en la que se encuestaron 50 mil 670 hogares, identificó que uno de cada dos adultos tiene exceso de peso.
Además, se presentó un aumento respecto de la encuesta anterior, realizada en 2005, pasando de un 45,9% en 2005 a un 51,2% en 2010. El 52% de las personas que viven en áreas urbanas tienen sobrepeso u obesidad. “Esta misma proporción se presenta en 22 departamentos del país”, siendo San Andrés y Providencia, Guaviare, Guainía, Vichada y Caquetá los que presentan mayor prevalencia de esta condición.
El perfil alimentario del habitante de Medellín, elaborado en 2010 por la Alcaldía yla Escuela de Nutrición y Dietética de la Universidad de Antioquia, muestra datos similares: un 50,8% tenía exceso de peso. Los investigadores hallaron que esta prevalencia estaba distribuida así: sobrepeso, 34,6% y obesidad, 16,2%.
“Por comunas, el sobrepeso fue mayor en Laureles-Estadio (40%), Castilla (39%), El Poblado (38%), San Javier (37%) y Villa Hermosa (37%); mientras la obesidad presentó mayores prevalencias en Castilla (21%), Doce de Octubre (21%), Santa Cruz (21%) y Aranjuez (19%)”, indica el informe.
La lucha
Si bien hay quienes se toman en broma su panza y presumen de ella como una inversión, hay otros que la padecen al punto de consumir toda clase de brebajes con tal de volver a un peso más saludable. Desde la linaza, con su supuesto poder ‘quiebrabarriga’, pasando por episodios de anorexia y bulimia, por la ingesta de jabón que se usaba a principios del siglo XIX para ‘lavar la grasa del cuerpo’, por pastillas recomendadas en horario estelar por multimillonarios culebreros, hasta por charlas con expositores que, con voz y ceceo españolete, quieren enzeñarnoz a comer a travéz de la hipnoziz: la lucha por conservar o retornar a un peso saludable tiene múltiples formas.Muestra de esa pelea es la prohibición de comercializar la sibutramina. En 2010, el Instituto Nacional de Vigilancia de Medicamentos y Alimentos (Invima) declaró que este “medicamento empleado para inhibir del apetito, indicado estrictamente en personas obesas, puede generar efectos secundarios como ansiedad, aumento de la presión sanguínea y el ritmo cardíaco, depresión, afecciones hepáticas y renales, dolor de cabeza, insomnio, estreñimiento, migraña, gastritis, entre algunos otros”.
Pese esta advertencia, un año después de emitida la alerta, el Invima tuvo que emitir una recomendación para evitar el consumo de medicamentos que, pese a ser promovidos como herbales, contaban con trazas de sibutramina. Aún hoy es fácil conseguir cualquiera de los 73 medicamentos que en ese momento fueron señalados de ser de alta peligrosidad, ya que contienen rimonabant, retirado del mercado colombiano en 2009 debido a su asociación con el aumento en el riesgo de depresión; fenitoína, un anticonvulsivante; fenolftaleína, utilizada en pruebas químicas; y bumetanida, un diurético.
Una corazonada
En frente del computador, justo como cuando escribo esta historia, apareció un mal síntoma. Era un dolor, una leve presión sobre el corazón. Seguí en lo mío, pero preocupado. El dolor no se iba. Pasaban los minutos y seguía ahí. Estuvo conmigo, dentro de mí, hurgándome cuidadosamente las entrañas a lo largo de unos 30 minutos.Desapareció. Al día siguiente llegó nuevamente. Me tomé el pulso y el corazón estaba agitado. Consulté donde el médico. La doctora me decretó panzón, me envió un par de exámenes y me dijo que era hora de bajar de peso. Gran noticia: ya lo sabía.
Mientras me comentaba que con buena alimentación se podían controlar los factores de riesgo. Durante dos semanas estuve a punta de ácido acetilsalicílico como medida preventiva. De acuerdo con algunas investigaciones, la también conocida como Aspirina, sirve para reducir los riesgos de infarto de miocardio por sus propiedades anticoagulantes. Aun así, el electrocardiograma salió bien. No pasaba nada, simplemente estaba gordo. Aunque la doctora y los exámenes no lo vieran, el corazón me había dado una alerta.
Un Renault 4
A diferencia de la mayoría de los hombres, Jorge Ignacio Sánchez adorna sus orejas con parchecitos de microporo color piel. Nacho, como prefiere que lo llamen, los utiliza desde hace tres meses. Gracias a esos puntitos que cubren siete microimanes implantados con una pistola de acupuntura, ha bajado de peso. Cuenta —presume—que ya las camisas le abotonan en el cuello, que ya la ropa le queda grande, que dos pantalones que compró en diciembre del año pasado los utilizó un mes porque ya le quedan anchos.
Cuando le pregunto por qué engordó, sonríe y lo resume con su vida como empleado público, cuando sus caminatas comprendían la distancia entre su oficina y el ascensor y que sus piernas eran los vehículos oficiales. Además, engordó “cuando dejé de bailar, y dejé de bailar para ponerme a trabajar; ese era mi deporte”. Con el tiempo, con las habilidades y facciones perdidas, con una preocupación creciente por su salud, optó por considerar que lo conveniente era no engordar más. Su mujer le dijo: “No podés manejar un carrotanque con el motor de un Renault 4; tu corazón es el motor del Renault 4 y tu cuerpo es la carrocería del carrotanque”.
Un cartoncito verde y blanco, del tamaño de un calendario y con el extremo superior desgastado por la fricción del bolsillo es la muestra de la fe de Nacho. En él, su dietista consigna el cambio. Entre 11 fechas, Nacho se refiere a los datos de su primera cita como si fueran versículos de la Biblia en la voz de un fanático de altoparlante: 12 de enero del 2012, 98 kilogramos, 112 centímetros de perímetro de cintura, y un 36.65 de porcentaje de grasa. Para sus 170 centímetros de estatura, registraba un IMC de 34.72.
Las sesiones de auricoloterapia –que han podido reducirle la ansiedad, el estrés y el apetito– van acompañadas de un estricto régimen alimenticio. Después de todo, por más difícil que parezca, una de las claves está en cerrar la boca; soportar esos eternos hiatos de ansiedad y hambre entre comidas que se despiertan son la principal causa por la que las personas abandonan sus dietas. Un volante verdoso reúne las indicaciones para satisfacer las necesidades calóricas de Nacho. Por ejemplo, sus otrora abundantes desayunos, pasaron a ser una cadena de ‘os’ disyuntoras antes que de ‘íes’ sumadoras: una porción de toronja, naranja, piña o papaya; café, té o chocolate dietético en leche descremada; media arepa, una tajada de pan, una tostada o tres galletas de soda; un huevo sin aceite, una tajada de jamón, una salchicha baja en grasa o una tajada de queso duro blanco o cuajada.
A pesar de que quiere bajar más, se encuentra satisfecho. En su última cita, la del 22 de marzo de 2012, registró 89,9 kilogramos y un perímetro de 100 centímetros en la cintura para contar ahora con un IMC de 31,53. Cuenta –presume– que ha recuperado el gesto técnico y sus habilidades en el baile; que ahora puede patear la ‘pecosa’ con Juan Esteban, su hijo quinceañero que le demandaba tiempo a través de una pelota.
Operación a barriga abierta
Durante su última cena, Julio César no estuvo acompañado por un Judas delator ni por un Pedro acucioso e impertinente. No repartió pan y vino. Su última cena –antes de que su estómago fuera intervenido– fue una crema de tomate. Después de años de abundantes comidas, de comer plato tras plato, de tentar la saciedad, a lo largo de las últimas dos semanas había ingerido solamente líquidos. Una foto en el celular de su amigo Alexánder, muestra la apariencia de Julio César hace 21 meses: su rostro brillante y liso, con las arrugas faciales borradas. Un candado de pelos aleatoriamente canosos cierra, por lo menos simbólicamente, su boca. De su rostro, abundante y redondo, sale una sonrisa bonachona.Según él, esa crema le supo a gloria. Al día siguiente estaría amarrado en una camilla, con las piernas forradas en vendas y una especie de medias veladas. Recuerda que cuando vio el reloj del quirófano antes de que le pusieran la mascarilla eran las 12:00 m. Desde 2004 hasta junio de 2010, su cuerpo pasó de pesar 97 kilos a 136 kilos. Con sus 180 centímetros de alto, su índice de masa corporal alcanzó 41,98 Kg/m2.
Según cuenta, cuando dejó de trabajar en una empresa empezó a aumentar de peso. Además de la tranquilidad de dejar ese trabajo y de emprender un proyecto por su cuenta, se dio a la buena vida y al sedentarismo. Pese a que intentó con diferentes dietas orientadas por profesionales, cuando bajaba de peso y dejaba la dieta no tenía la disciplina para conservar los resultados. El efecto yoyo hacía que con la misma fuerza con la que lograba disminuir tallas las subiera rápidamente.
Con el tiempo, con los kilos de más, la presión iba en aumento. El dolor en las rodillas se tornó insoportable, ya no podía caminar porque no lo aguantaba; su segundo artejo derecho —el que le sigue al dedo gordo del pie—se empezó a opacar puesto que la sangre no le llegaba, los vellos de las piernas se le cayeron. Julio no podía dormir profundamente ya que desarrolló apnea obstructiva del sueño, una afección en la cual el flujo de aire de la respiración se pausa o disminuye mientras duerme, debido a que la vía respiratoria se estrecha, bloqueada o vuelve flexible. Se dormía en cualquier parte a cualquier hora, e inmediatamente empezaba a roncar.
Tras un largo trámite con distintos especialistas, justo en la cita con el médico bariátrico, se encontró con los integrantes de la junta técnico científica de la EPS. A pesar del miedo con el que retrasó durante un año y medio la cirugía, se dejó convencer. Siete inserciones más gruesas que un lapicero más una herida, derivada de un error de una enfermera, son la huella del bypass gástrico. Esta intervención consiste en crear una bolsa gástrica de entre 10 y 30 centímetros aproximadamente que hará las veces de estómago. Conectada con el intestino delgado, será el resto del estómago el que continuara produciendo jugos gástricos y recibiendo irrigación sanguínea.
Con este procedimiento, se redujo la cantidad de alimentos que ingiere Julio César, por lo que tiene que tomar pastillas para aportar micronutrientes fundamentales para su alimentación. Ya no come como antes. Me muestra insistentemente un frasco de Mr. Tea para contarme que se puede pasar el día tomando solamente eso. Si bien come, a veces es indisciplinado pero por lo opuesto que hace ya cerca de dos años: por no comer. Y tiene razón, el estómago ahora es un poco más sensible, así que ha tenido que ir ensayando alimentos para hacerse a una idea de qué puede digerir sin complicaciones.
La cara de Julio César ahora es delgada. Su cuerpo no quedó marcado por la pérdida de peso y su piel, fuera de un rollito de carne similar a la pancita de cualquier hombre mayor, no parece una persiana. Lo que es mejor, pesa 89,9 kilos.
La carrera
Como el tobillo no resiste el tan-tan-tan-tan del trote, esta vez, con la misma sudadera, la misma camiseta vieja y un par de tenis desgastados giro sobre una elíptica. He comido en abundancia últimamente y diciembre con sus calorías está atrás pero no lejos. Los pasos son más livianos. El pecho se infla acorde con la exigencia. El corazón late con fuerza. Puedo correr sin desgastarme. Espero que con esta rutina –corriendo sin desplazarme dentro del gimnasio– pueda olvidarme y eliminar esta constante pero inconveniente pancita.
*Balada para un gordo, canción interpretada por Juan y Juan (1970).
Artículo de mi autoría, publicado originalmente en la edición 58 del periódico De la Urbe.
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