Ir al contenido principal

Desconfianza

La reforma al Sistema General de Seguridad Social en Salud despierta apetitos voraces que pocos son capaces de ocultar.

Describir en estas líneas los padecimientos asociados a una enfermedad en Colombia es redundancia. Cada uno de nosotros conoce bien el caso de quien por una u otra razón –y las EPS parecen tener siempre la razón- no tuvo un tratamiento eficiente o, como mínimo, digno.

Hospitales privados construidos con dineros públicos y hospitales públicos cerrados o con camas insuficientes; dispensarios oficiales llenos de tamiflu pero IPS carentes de medicamentos son razones de peso para reformar el el sistema de salud.

La reforma, o por lo menos la iniciativa del gobierno Santos por adelantar una, fue el tema del debate dado el miércoles 5 de junio en Hora 20 (puede oír el programa aquí). Allí estuvieron el exministro de Defensa y exembajador en Estados Unidos Gabriel Silva Luján; la excandidata presidencial y exministra de Relaciones Exteriores Noemí Sanín, el abogado y columnista Ramiro Bejarano y el abogado y exministro de Justicia Néstor Humberto Martínez.

Lo interesante del debate, y es en esto en lo que me quiero centrar, estuvo en el marcado interés de Sanín y Martínez en expresar su desconfianza respecto a la posibilidad de que se eliminaran las polémicas EPS y que la administración del sistema pasara a manos del gobierno.

Esa opinión no sería trascendente si quienes la expresaran no se hubieran desempeñado como funcionarios públicos. Claro, no soy tan ingenuo de creer que todos los funcionarios del Estado tienen como fin defenderlo de la depredación impulsada por el dúo Thatcher-Reagan.

Ellos, y muchos de sus seguidores en todo el mundo –aquí podríamos ubicar a Sanín y Martínez– impulsaron la privatización de funciones tan propias del Estado a tal punto que cedieron a empresarios la gestión de las cárceles, la prestación de los servicios públicos y la administración de los sistemas de seguridad social.

Noemí Sanín y Néstor Humerto Martínez señalaron que podríamos volver a la situación previa ley 100, cuando el ISS era en un fortín político y la caja menor de toda clase de pillos que, la verdad, no han sido judicializados por eso. Hay un verbo que han acuñado congresistas para esta situación: “camprecomizar”, refiriéndose a la EPS pública que cayó en manos de un grupo político y que, pese a las denuncias, nunca ha sido intervenida ni sancionada como ocurrió con Saludcoop.

Tienen razón: los 44 billones que mueve al año la salud en Colombia pueden ser una tentación para los políticos de manos largas, pero olvidan con facilidad que la crisis actual del sistema de salud colombiano no se dio por el modelo estatal sino por la avaricia de los empresarios que además de sus EPS construyeron hospitales para que el dinero que recibían por la prestación de servicios se quedara en sus bolsillos. Esos mismos empresarios –que no son todos, la verdad– nunca devolvieron la Unidad de Pago por Capitación (UPC) de los pacientes que no fueran al médico a lo largo de un año, tal y como les correspondía.

Esos mismos empresarios fueron los que destinaron fondos públicos para la construcción de campos de golf, invirtieron en negocios en México, evadieron impuestos, sobrefacturaron medicamentos por más de 800 mil millones de pesos y, por si fuera poco, se pusieron de acuerdo para negar la prestación de servicios incluidos en el POS (como muestra la imagen, tomada de La Silla Vacía).

Tan lucrativo fue el negocio que una EPS se pudo dar el lujo de establecer un banco a costa de negar sistemáticamente la prestación de servicios de salud a sus afiliados.

Aunque podemos desconfiar de las manos de algunos políticos, no por ello podemos confiar olímpicamente en los empresarios. Pero un sistema que mueve cerca de 44 billones de pesos al año, en el que han aportado juiciosamente los trabajadores y que ha ampliado la afiliación, no es uno del que muchos empresarios –y políticos amiguetes- se quieran desprender.

Comentarios

Entradas populares de este blog

LA MATA QUE NO MATA

A más de 15 años desde la muerte del capo de capos, Pablo Escobar en el tejado de una casa en el occidente de Medellín, Colombia muestra no haber aprendido las lecciones de una guerra perdida: la guerra contra el narcotráfico. Muestra de ello es que desde hace ya unos meses se viene escuchando en la radio una cuña en la que una dizque niña con dice con vocecita risible “no cultives la mata que mata”(?). Me molesta porque semejante tanto la niña como cuñita son falaces, idiotas, irresponsables e indolentes. Falaz porque ningún árbol, arbusto, fronda, ramaje, matojo, pasto, mata, maleza, o como quiera que le llame, mata. Realmente matan (y torturan, y despedazan) quienes quieren defender sus plantíos de esa mata, laboratorios en donde se la procesa y negocios por medio de los cuales se vende, tal y como lo hiciera Escobar en su tiempo y la guerrilla y paramilitares hacen actualmente. Basta con recordar las decenas de carros bomba que el Cartel de Medellín hizo explotar en la capital pa

El otro debate de género

Las últimas décadas han dejado un reconocimiento cada vez más importante en los derechos de las mujeres. Las campañas contra la violencia doméstica, la discriminación salarial y en favor del reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos les han garantizado a una porción cada vez más grande de mujeres una serie de beneficios que les eran negados. Aunque falta mucho por hacer. Las mujeres siguen sin tener pagos equivalentes a los de los hombres por idénticos trabajos; tienen jornadas más largas dentro y fuera del hogar que sus compañeros hombres y son objeto de agresiones físicas, verbales y sexuales en distintos escenarios de la vida mientras que la justicia no procesa a los atacantes. Además, son presionadas para cumplir estándares culturales de belleza homogeneizantes, son tratadas como objetos sexuales y, lo que es la peor muestra de hipocresía como sociedad, son tratadas como 'putas' cuando expresan su erotismo de manera libre. La lucha por los derechos de las

Matar

Una riña en una calle de Bogotá termina con un perro muerto; un reclamo por el nivel de la música en una fiesta en Bogotá termina con un muerto; una fiesta de Halloween entre yuppies bogotanos termina con un muerto; la llegada de un joven a Medellín a celebrar el año nuevo termina con él muerto; una rumba en un bar de Cali termina con ocho muertos; la reclamación de una líder de víctimas en Medellín termina ella muerta; el retorno de un periodista a su pueblo en Antioquia termina con él muerto. Los relatos de los colombianos están cruzados por la violencia. Pero no hablo de una fuerza externa que nos posea, del etéreo ‘mal’ de los creyentes, sino de una aparente necesidad de matar, de unas ganas que llevamos en las venas de arrancarle la vida a los otros. Desde la ventana por la que se escapó Bolívar de una cita con la parca, pasando por el fusilamiento de Policarpa Salavarrieta y los hachazos que mataron a Rafael Uribe Uribe, hasta bombas inteligentes que mataron a Alfonso Cano,