Ojalá tanto color fuera tranquilidad. |
Los monitores y pantallas nos rodean. Aunque todavía estén entre nosotros, aquellas cajitas abundantes de catódicas nalgas se han convertido en una especie en peligro de extinción. Pero no es un riesgo que nos preocupe: no nos da nada porque ya hay otros -LCD, plasmas, leds- dispuestos a remplazarlos en un espacio más corto.
Gordos o flacos, los monitores son una extensión de nuestros ojos a realidades distantes. En últimas, están aquí hacer de un cuerpo y unos pensamientos, letras y coquetos emoticones; palabras dichas al oído de los ojos, pronunciadas con el tono mecánico de la digitación.
Mi trabajo, por ejemplo, consiste en estar todo el día de frente a un monitor. En esas coincidencias que nos ofrece el idioma, quedo sin saber quién está monitoreando a quién en este nuevo espacio que llamamos redes sociales.
Hay millones como yo que se pasan la vida frente a las pantallas de sus computadores, celulares, tabletas y cientos de máquinas que han inundado de pixelados colores nuestras existencias. Dato a dato, píxel a píxel, los monitoreados son personas que en vez de alternar su vida de lugar en lugar migran de pantalla en pantalla. Ante el peso y los riesgos de la vida, pasan entonces de flâneur nómada a sedentario voyerista.
Cuando podíamos distinguir entre verdes estridentes y negros profundos no nos imaginaríamos que quizá, pese a una terrible actuación, seríamos incapaces de distinguir entre esa pixelada ficción y la realidad. Terminamos por comprar pantallas para llenarlas de conmovedores atardeceres que, por cuenta de nuestra fascinación por ellas, no veremos nosotros mismos.
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