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El último llamado de la paz

Que la mayoría de los colombianos desprecie lo que se produce por estos días en La Habana no deja de ser triste y sorprendente.

De una parte, por la increíble desinformación que ronda sobre el proceso de paz. A pesar del esfuerzo de los medios de comunicación por contar el proceso (cuán bien es otro debate que no daré en estos momentos), los colombianos perciben lo que ocurre en La Habana como una sinvergüencería en la que los guerrilleros de las Farc se dan la gran vida en Cuba mientras aquí siguen con sus acciones criminales.

En la memoria de los colombianos permanecen las imágenes borrosas de algunos integrantes de la comisión negociadora de la guerrilla bebiendo en un yate, aunque aparecen más difusas las declaraciones en las que reconocen a las víctimas y hablan de cambios necesarios en la estructura del Estado.

Esa porción importante de los colombianos olvida que ha sido la guerrilla de las Farc quien ha propuesto constantemente un cese al fuego, pero que ha sido el gobierno nacional el que se ha negado a esa petición.

Desde el punto de vista del gobierno, la experiencia enseña que las Farc aprovecha los ceses al fuego para fortalecerse militarmente (¡ay, San Vicente del Caguán!). Recientemente, el presidente Juan Manuel Santos aseguró que la guerrilla es experta "para aprovecharse de los ceses al fuego para fortalecerse militar y políticamente" y dijo que "ese (el cese al fuego) sería un incentivo perverso para prolongar las negociaciones indefinidamente. Las Farc armadas, dialogando, sin presión militar, el mejor de los mundos".

En cuanto a las Farc, y abusando un poco del pragmatismo que exige la guerra, no se van a ceder ante un cese al fuego unilateral sin que el Estado le ofrezca garantías. No se van quedar sentados esperando a que las Fuerzas Armadas los mate.

Los colombianos podríamos estar desperdiciando una oportunidad única en los últimos años para acabar con el conflicto al persistir en la idea de que la guerrilla debería entregar las armas y punto.

Eso podría funcionar en un mundo en el que la guerrilla hubiera sido derrotada (bien en los 18 meses propuestos originalmente por Uribe, o en los ocho años de aventura guerrerista en la que nos embarcó el expresidente de marras), pero la realidad no es así.

Aunque sea duro de creer, las Farc fueron debilitadas pero están lejos de estar derrotadas. Es por esto que lo que se realiza en La Habana no es una una rendición que someta a la guerrilla ante el Estado sino una negociación que tiene como fin callar las armas.

Así muchos especialistas insistan en que la naturaleza de los crímenes de las Farc no permite que el proceso termine en una amnistía, tenemos que aceptar que ningún jefe guerrillero va a dejar las armas para morir en una cárcel. Hay que ser profundamente ingenuo para creer que un grupo armado ilegal va a cambiar las armas por los barrotes.

Un sector de los analistas dice que no se puede negociar con los responsables de crímenes atroces como la bomba al Nogal, el homicidio de los diputados del Valle, la masacre de Bojayá, el reclutamiento de menores y un largo y doloroso etcétera de crímenes.

Es comprensible ese inmenso dolor producto de la guerra, pero esos analistas obvian que la otra alternativa, el sometimiento o en últimas la guerra, la hemos intentado infructuosamente en los últimos 60 años, en los que no hemos invertido menos de un 3 % del PIB en los últimos 20 años. Es simple: la nuestra ha sido una guerra larga, costosa e infructuosa.

Lo tenemos que aceptar: hay que negociar, no tanto como para buscar una revancha con las víctimas de ayer, sino para evitar las de mañana.

Rechazar los diálogos en aras de capturar o eliminar hasta el último guerrillero sólo prolongará innecesariamente el conflicto e inflará, como consecuencia, el número de víctimas. Negarse a dialogar con los más perversos guerrilleros y optar por pacificar el país dándolos de baja es pretender apagar la llama de nuestra guerra con nuestra sangre. 

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