Muy a pesar del relato hollywoodense de las guerras, es difícil encontrar un conflicto armado en el que uno de los bandos sea una representación de la bondad hecha armas.
Esa reduccionista lucha binaria entre el bien y el mal; los cruzados contra los herejes; Rambo y los talibanes contra los soviéticos, sólo existe en las fábulas o el cine, y ya estamos grandes para cuentos infantiles.
Los good guys, esos chicos buenos casi angelicales que, empuñando las armas luchan por unos fines nobles, sencillamente no existen, y menos en nuestro conflicto. En Colombia, las guerrillas -alzadas en armas contra un Estado agresor e ineficiente-, los paramilitares -la supuesta respuesta de ganaderos y campesinos a la incapacidad del Estado de defenderlos de las guerrillas-, y las Fuerzas Militares -la herramienta constitucional para preservar el orden democrático- tienen un extenso historial de violaciones a los derechos humanos que deberían ser suficientes para saber que aquí no hay buenos.
Si bien a las Farc se le pueden imputar miles de crímenes que horrorizarían a quienquiera que se de a la tarea de enumerarlos, el Estado tiene una cuenta grande qué saldar.
Tal y como lo expresó reciententemente el exmagistrado de la Corte Constitucional Juan Carlos Henao, "no se debe olvidar que en la historia de nuestra República, el Estado también ha sido un violador frecuente de los derechos humanos".
Muestra de esos excesos por parte de las instituciones estatales son los fallos que han emitido el Consejo de Estado y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que han hallado culpable a la nación por varios hechos que, a buen ojo, deberían quitarnos la ilusión de que nuestras instituciones castrenses son un mar de bondad, la misma que carecen los grupos alzados en armas.
Para la muestra, varias joyitas. En 1994, hombres del Ejército incursionaron en el barrio San José de la Cima de Medellín disparando de manera indiscriminada. Fruto de la acción armada, murieron dos mujeres. Según consta en el fallo judicial, los uniformados capturaron al esposo de una de ellas y lo responzabilizaron del doble homicidio.
En otro caso, se logró demostrar que el Ejército capturó en el año 2002 a dos jóvenes, quienes fueron hallados con signos de tortura en una fosa común en el municipio de Murillo (Tolima).
En 1993, el Ejército retuvo a tres guerrilleros del ELN en Cúcuta. Según consta en el expediente judicial, los militares los torturaron y a uno de ellos lo asesinaron. De acuerdo con Medicina Legal, fue incinerado vivo.
Pero los excesos de la Fuerza Pública no sólo se han dado contra civiles o presuntos guerrilleros sino que también se han presentado contra hombres en sus filas. En 1996, un soldado que estaba prestando servicio militar en el Batallón Bárbula del Ejército, fue interrogado, torturado y posteriormente asesinado por sus superiores con el fin de que confesara que era un infiltrado de la guerrilla.
Bien podrían decir que se trata de casos aislados, de las famosas manzanas podridas que hay en cualquier institución. Podrían asegurar inclusive que esos mismos ejemplos demuestran la capacidad del Estado para corregir las desviaciones de los uniformados que atentaron contra personas desarmadas. Pero no es así.
En los más de 4.200 casos de falsos positivos -nombre edulcorado para el secuestro de civiles por parte de militares, para ejecutarlos haciéndolos pasar como guerrilleros muertos en combate-, diversas oenegés y familiares de las víctimas denuncian que no hay avances significativos en las investigaciones contra los responsables.
Human Rights Watch ha denunciado que los intentos del gobierno de Juan Manuel Santos por reformar el fuero penal militar no garantizan que estos casos sean castigados, mientras que la Corte Interamericana de Derechos Humanos solicitó al gobierno que las violaciones a los derechos humanos no sean investigados por militares.
Para convencernos de que son los buenos de la película, los good guys deberían abandonar las batidas; aceptar su responsabilidad en cientos de abusos cometidos por sus hombres; y dejar de lado ese espíritu de cuerpo que los lleva a proteger y secundar los responsables de la sangrienta retoma al Palacio de Justicia. En últimas, cumplir plenamente la ley y la democracia que dicen defender.
Esa reduccionista lucha binaria entre el bien y el mal; los cruzados contra los herejes; Rambo y los talibanes contra los soviéticos, sólo existe en las fábulas o el cine, y ya estamos grandes para cuentos infantiles.
Los good guys, esos chicos buenos casi angelicales que, empuñando las armas luchan por unos fines nobles, sencillamente no existen, y menos en nuestro conflicto. En Colombia, las guerrillas -alzadas en armas contra un Estado agresor e ineficiente-, los paramilitares -la supuesta respuesta de ganaderos y campesinos a la incapacidad del Estado de defenderlos de las guerrillas-, y las Fuerzas Militares -la herramienta constitucional para preservar el orden democrático- tienen un extenso historial de violaciones a los derechos humanos que deberían ser suficientes para saber que aquí no hay buenos.
Si bien a las Farc se le pueden imputar miles de crímenes que horrorizarían a quienquiera que se de a la tarea de enumerarlos, el Estado tiene una cuenta grande qué saldar.
Tal y como lo expresó reciententemente el exmagistrado de la Corte Constitucional Juan Carlos Henao, "no se debe olvidar que en la historia de nuestra República, el Estado también ha sido un violador frecuente de los derechos humanos".
Muestra de esos excesos por parte de las instituciones estatales son los fallos que han emitido el Consejo de Estado y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que han hallado culpable a la nación por varios hechos que, a buen ojo, deberían quitarnos la ilusión de que nuestras instituciones castrenses son un mar de bondad, la misma que carecen los grupos alzados en armas.
Para la muestra, varias joyitas. En 1994, hombres del Ejército incursionaron en el barrio San José de la Cima de Medellín disparando de manera indiscriminada. Fruto de la acción armada, murieron dos mujeres. Según consta en el fallo judicial, los uniformados capturaron al esposo de una de ellas y lo responzabilizaron del doble homicidio.
En otro caso, se logró demostrar que el Ejército capturó en el año 2002 a dos jóvenes, quienes fueron hallados con signos de tortura en una fosa común en el municipio de Murillo (Tolima).
En 1993, el Ejército retuvo a tres guerrilleros del ELN en Cúcuta. Según consta en el expediente judicial, los militares los torturaron y a uno de ellos lo asesinaron. De acuerdo con Medicina Legal, fue incinerado vivo.
Pero los excesos de la Fuerza Pública no sólo se han dado contra civiles o presuntos guerrilleros sino que también se han presentado contra hombres en sus filas. En 1996, un soldado que estaba prestando servicio militar en el Batallón Bárbula del Ejército, fue interrogado, torturado y posteriormente asesinado por sus superiores con el fin de que confesara que era un infiltrado de la guerrilla.
Bien podrían decir que se trata de casos aislados, de las famosas manzanas podridas que hay en cualquier institución. Podrían asegurar inclusive que esos mismos ejemplos demuestran la capacidad del Estado para corregir las desviaciones de los uniformados que atentaron contra personas desarmadas. Pero no es así.
En los más de 4.200 casos de falsos positivos -nombre edulcorado para el secuestro de civiles por parte de militares, para ejecutarlos haciéndolos pasar como guerrilleros muertos en combate-, diversas oenegés y familiares de las víctimas denuncian que no hay avances significativos en las investigaciones contra los responsables.
Human Rights Watch ha denunciado que los intentos del gobierno de Juan Manuel Santos por reformar el fuero penal militar no garantizan que estos casos sean castigados, mientras que la Corte Interamericana de Derechos Humanos solicitó al gobierno que las violaciones a los derechos humanos no sean investigados por militares.
Para convencernos de que son los buenos de la película, los good guys deberían abandonar las batidas; aceptar su responsabilidad en cientos de abusos cometidos por sus hombres; y dejar de lado ese espíritu de cuerpo que los lleva a proteger y secundar los responsables de la sangrienta retoma al Palacio de Justicia. En últimas, cumplir plenamente la ley y la democracia que dicen defender.
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