Ir al contenido principal

Aplausos al sanguinario

Una mañana del 2006, Salvatore Mancuso, entonces líder desmovilizado de ocho bloques de las Autodefensas Unidas de Colombia, se paseaba por un centro comercial del exclusivo sector de El Poblado, en Medellín.

Quien se suponía debía estar concentrado en el municipio de La Ceja junto con otros jefes paramilitares, salía como un dandi de shopping y se paseaba con Kenia Gómez, viuda de Carlos Castaño.

A su paso por los corredores, se empezó a escuchar un aplauso, fuerte, contundente, de parte de los trabajadores y visitantes de la crème antioqueña que reconocieron el cuerpo grande, la barba incipiente y el caminar cansino de Mancuso. Clap, clap, clap.

Salvatore Mancuso, hallado culpable de más de 609 desapariciones y 87 homicidios en persona protegida, el líder de una banda de matones que estuvo detrás de 405 desplazamientos forzados, 150 casos de reclutamiento ilícito, y más de 14 mil víctimas en el norte del país fue aplaudido como si se tratara de un prohombre o quizá una estrella de telenovela.

Pero los aplausos que atesoró Mancuso en Medellín no fueron los únicos que nos podrían dejar impávidos. Dos años antes, el 28 de julio de 2004, Salvatore Mancuso se presentó ante el Congreso. Allí aseguró que fue un pobre campesino que se vio forzado a tomar las armas para defenderse de la 'amenaza terrorista'.

"Ante la falta de respuesta del Estado, nos vimos forzados a cambiar sobre la marcha nuestros instrumentos de trabajo, por las armas y en nombre de todos los azotados por la violencia, resistir y enfrentar la guerra declarada a Colombia por los terroristas", dijo Mancuso ante el alcalde de Montería, el gobernador de Córdoba y 60 congresistas. 

Al final de un discurso de más de 40 minutos, en el que no pidió perdón por ni uno solo de sus crímenes, se dejó venir un fuerte aplauso. La cuna de la democracia colombiana ovacionaba a un sanguinario. Clap, clap, clap. 

Ese mismo día, cuando Mancuso y los demás jefes paramilitares llegaron a Montería, se armó una fiesta vergonzante. Según narró un testigo presencial citado por Héctor Abad Faciolince para la revista Semana, "muchos colegios, comerciantes, ganaderos y la sociedad civil en general se volcaron a las calles de la capital de Córdoba, para recibir la caravana custodiada por las fuerzas del orden, Policía y Ejército Nacional".

El testigo aseguró que "Nunca antes en la región cordobesa se había visto un operativo de seguridad tan grande, ni siquiera cuando el presidente Uribe viene a pasar un fin de semana a su finca en el vecino corregimiento de El Sabanal".

En Medellín, el Congreso y Montería poco importaron los más de 10 mil asesinatos, las 60 masacres, las cerca de 600 desapariciones forzadas y 19 mil familias desplazadas que dejaron los paramilitares al mando de Mancuso en el Catatumbo. 

A muchos colombianos, aún en altos cargos dentro del Estado, los homicidios, torturas y desapariciones cometidas no sólo por paramilitares sino también por hombres de la Fuerza Pública se justificaban. 

Acabar con la guerrilla, según se lee todavía en redes sociales, justificaba la muerte de inocentes. Acabar con la guerrilla, según se lee todavía en las cloacas o secciones de comentarios en los medios de comunicación, aún justifica que sean otros los que pongan los muertos. Allí es muy fácil pedir más bala, aplaudir a un bárbaro, cuando uno no ha puesto en esta guerra ni un sólo muerto.

Esos aplausos en las calles, en los centros comerciales, en el Congreso, demuestran que los paramilitares no sólo cooptaron la economía y la política en buena parte del país sino también la conciencia de millones de colombianos.

Bajo la lógica paramilitar, cualquier muerto fuera un niño desmembrado, una mujer decapitada, un sindicalista fusilado, un campesino arrojado al Cauca, un defensor de los derechos humanos ametrallado era un ladrón, una prostituta, un guerrillero. O, como resumiría el máximo líder de esa porción del país, "un terrorista". 

Comentarios

Entradas populares de este blog

LA MATA QUE NO MATA

A más de 15 años desde la muerte del capo de capos, Pablo Escobar en el tejado de una casa en el occidente de Medellín, Colombia muestra no haber aprendido las lecciones de una guerra perdida: la guerra contra el narcotráfico. Muestra de ello es que desde hace ya unos meses se viene escuchando en la radio una cuña en la que una dizque niña con dice con vocecita risible “no cultives la mata que mata”(?). Me molesta porque semejante tanto la niña como cuñita son falaces, idiotas, irresponsables e indolentes. Falaz porque ningún árbol, arbusto, fronda, ramaje, matojo, pasto, mata, maleza, o como quiera que le llame, mata. Realmente matan (y torturan, y despedazan) quienes quieren defender sus plantíos de esa mata, laboratorios en donde se la procesa y negocios por medio de los cuales se vende, tal y como lo hiciera Escobar en su tiempo y la guerrilla y paramilitares hacen actualmente. Basta con recordar las decenas de carros bomba que el Cartel de Medellín hizo explotar en la capital pa

El otro debate de género

Las últimas décadas han dejado un reconocimiento cada vez más importante en los derechos de las mujeres. Las campañas contra la violencia doméstica, la discriminación salarial y en favor del reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos les han garantizado a una porción cada vez más grande de mujeres una serie de beneficios que les eran negados. Aunque falta mucho por hacer. Las mujeres siguen sin tener pagos equivalentes a los de los hombres por idénticos trabajos; tienen jornadas más largas dentro y fuera del hogar que sus compañeros hombres y son objeto de agresiones físicas, verbales y sexuales en distintos escenarios de la vida mientras que la justicia no procesa a los atacantes. Además, son presionadas para cumplir estándares culturales de belleza homogeneizantes, son tratadas como objetos sexuales y, lo que es la peor muestra de hipocresía como sociedad, son tratadas como 'putas' cuando expresan su erotismo de manera libre. La lucha por los derechos de las

Matar

Una riña en una calle de Bogotá termina con un perro muerto; un reclamo por el nivel de la música en una fiesta en Bogotá termina con un muerto; una fiesta de Halloween entre yuppies bogotanos termina con un muerto; la llegada de un joven a Medellín a celebrar el año nuevo termina con él muerto; una rumba en un bar de Cali termina con ocho muertos; la reclamación de una líder de víctimas en Medellín termina ella muerta; el retorno de un periodista a su pueblo en Antioquia termina con él muerto. Los relatos de los colombianos están cruzados por la violencia. Pero no hablo de una fuerza externa que nos posea, del etéreo ‘mal’ de los creyentes, sino de una aparente necesidad de matar, de unas ganas que llevamos en las venas de arrancarle la vida a los otros. Desde la ventana por la que se escapó Bolívar de una cita con la parca, pasando por el fusilamiento de Policarpa Salavarrieta y los hachazos que mataron a Rafael Uribe Uribe, hasta bombas inteligentes que mataron a Alfonso Cano,