La muerte de uno de los nuestros, duele. Cuando la parca se nos aparece de repente desde la nada y de un golpe nos reclama a nuestros seres queridos, sentimos el dolor y el vacío; la rabia con el azar de la muerte que siempre hemos negado.
Biológica y psicológicamente nos duele porque a ese padre, esa madre, ese hermano, ese amigo lo tenemos atado a nuestra existencia, tallado en la memoria a punta de experiencias. Es natural ese dolor, tanto como el amor de una madre por su hijo; no hay nada meritorio en replicar la compasión que los genes nos introducen y la tradición nos enseña.
Como especie hemos aprendido a desprendernos del dolor de nuestro círculo íntimo y extenderlo a otras regiones del mundo e, inclusive, a otras especies. Una temporada seca en el Casanare mata a miles de animales y nuestra sensibilidad se exacerba. A falta de un dios al cual implorar por gotitas de lluvia, maldecimos e imploramos al gobierno. Un pelmazo desenfunda un arma, mata un perro en medio de la calle y acto seguido llenamos de comentarios incendiarios las redes sociales.
Los chistosos, los rencorosos, los venenosos crean memes cargados de humor, rencor o veneno. Las imágenes se multiplican, se viralizan. Replicar cientos de veces las mismas imágenes, los mismos chistes, se nos parece a la solidaridad. Pero las comunicaciones, o mejor las redes sociales, han desnudado nuestra hipocresía.
Luego del ataque a la revista Charlie Hebdo que dejó como resultado 12 muertos, los occidentales dijimos en coro #JeSuisCharlie. Los líderes del mundo marcharon por las calles de París con una solidaridad postiza y nosotros, valientes, también fingimos estar compungidos, profundamente destrozados desde nuestros celulares, tabletas y computadores militantes.
Cuando el Estado Islámico rodeó a los cristianos kurdos en el norte de Irak y Siria, nos dolimos por la suerte de ese pueblo a tal punto que el papa Francisco envió mensajes pidiendo apoyo internacional para la grave situación humanitaria. Nuevamente, las imágenes del horror inundaron internet. Los videos y fotografías con el rostro del desespero nos llevaron a tomar medidas desesperadas: hicimos cadenas de oración, esperamos una intervención divina —de esas old school de un dios rabioso que no se ven hace cientos de años— que evitara la masacre. #JeSuisChrétienne.
La hipocresía que hemos dado por llamar solidaridad se manifestó nuevamente hace pocos días cuando un grupo de hombres del grupo Al Shabab atacó la universidad de Garissa en Kenia y mató a 148 estudiantes cristianos. Que los bárbaros decapitaran y ejecutaran con saña a 148 personas impresionó al mundo. Algún murmullo se alcanzó a oír en redes sociales. #JeSuisKenyen.
Sacamos del olvido a una nación africana para dolernos de su dolor, pero sólo porque eran cristianos. En el Congo, Egipto, Libia, Túnez y Marruecos, así como en otros rincones africanos están siendo masacrados —así, ma-sa-cra-dos, ejecutados por cientos— pero no es problema nuestro. Es así de obsceno nuestro doble racero que los musulmanes, los negros, quienes han puesto más muertos por los nuevos extremistas islámicos y los viejos tiranos, no han visto amago de solidaridad alguna.
Todos recuerdan los uniformes naranjas de los ingleses, franceses, alemanes, japoneses, rusos, estadounidenses e israelíes que fueron ejecutados con espectaculares producciones audiovisuales. Todos saben del video en el que el Estado Islámico incinera a un piloto sirio. Todos recuerdan eso.
Pero son pocos los recuerda a los ciudadanos que han sido oprimidos por esos mismos barbados fundamentalistas. ¿O es que alguien sabe que en la ciudad iraquí de Qaim, el Estado Islámico ejecutó a 300 prisioneros? ¿O es que alguien recuerda las fosas comunes halladas en Tikrit? ¿Alguien supo de la ejecución sumaria a 23 hombres del EI porque supuestamente huyeron de un enfrentamiento contra los peshmergas kurdos? Ante cada uno de esos casos, la reacción del mundo occidental ha sido contundente: silencio.
Es fácil compadecernos de los que se parecen a nosotros. Tan natural como el amor de una madre a su hijo, pero no hay nada meritorio en replicar la compasión solamente a quienes nos son cercanos. En tiempos de comunicaciones transnacionales, de realidades conectadas a pesar de la distancia, apiadarnos solamente del dolor de quien podría ser nuestro familiar, compatriota o amigo es otra forma más refinada de hipocresía.
Biológica y psicológicamente nos duele porque a ese padre, esa madre, ese hermano, ese amigo lo tenemos atado a nuestra existencia, tallado en la memoria a punta de experiencias. Es natural ese dolor, tanto como el amor de una madre por su hijo; no hay nada meritorio en replicar la compasión que los genes nos introducen y la tradición nos enseña.
Como especie hemos aprendido a desprendernos del dolor de nuestro círculo íntimo y extenderlo a otras regiones del mundo e, inclusive, a otras especies. Una temporada seca en el Casanare mata a miles de animales y nuestra sensibilidad se exacerba. A falta de un dios al cual implorar por gotitas de lluvia, maldecimos e imploramos al gobierno. Un pelmazo desenfunda un arma, mata un perro en medio de la calle y acto seguido llenamos de comentarios incendiarios las redes sociales.
Los chistosos, los rencorosos, los venenosos crean memes cargados de humor, rencor o veneno. Las imágenes se multiplican, se viralizan. Replicar cientos de veces las mismas imágenes, los mismos chistes, se nos parece a la solidaridad. Pero las comunicaciones, o mejor las redes sociales, han desnudado nuestra hipocresía.
Luego del ataque a la revista Charlie Hebdo que dejó como resultado 12 muertos, los occidentales dijimos en coro #JeSuisCharlie. Los líderes del mundo marcharon por las calles de París con una solidaridad postiza y nosotros, valientes, también fingimos estar compungidos, profundamente destrozados desde nuestros celulares, tabletas y computadores militantes.
Cuando el Estado Islámico rodeó a los cristianos kurdos en el norte de Irak y Siria, nos dolimos por la suerte de ese pueblo a tal punto que el papa Francisco envió mensajes pidiendo apoyo internacional para la grave situación humanitaria. Nuevamente, las imágenes del horror inundaron internet. Los videos y fotografías con el rostro del desespero nos llevaron a tomar medidas desesperadas: hicimos cadenas de oración, esperamos una intervención divina —de esas old school de un dios rabioso que no se ven hace cientos de años— que evitara la masacre. #JeSuisChrétienne.
La hipocresía que hemos dado por llamar solidaridad se manifestó nuevamente hace pocos días cuando un grupo de hombres del grupo Al Shabab atacó la universidad de Garissa en Kenia y mató a 148 estudiantes cristianos. Que los bárbaros decapitaran y ejecutaran con saña a 148 personas impresionó al mundo. Algún murmullo se alcanzó a oír en redes sociales. #JeSuisKenyen.
Sacamos del olvido a una nación africana para dolernos de su dolor, pero sólo porque eran cristianos. En el Congo, Egipto, Libia, Túnez y Marruecos, así como en otros rincones africanos están siendo masacrados —así, ma-sa-cra-dos, ejecutados por cientos— pero no es problema nuestro. Es así de obsceno nuestro doble racero que los musulmanes, los negros, quienes han puesto más muertos por los nuevos extremistas islámicos y los viejos tiranos, no han visto amago de solidaridad alguna.
Todos recuerdan los uniformes naranjas de los ingleses, franceses, alemanes, japoneses, rusos, estadounidenses e israelíes que fueron ejecutados con espectaculares producciones audiovisuales. Todos saben del video en el que el Estado Islámico incinera a un piloto sirio. Todos recuerdan eso.
Pero son pocos los recuerda a los ciudadanos que han sido oprimidos por esos mismos barbados fundamentalistas. ¿O es que alguien sabe que en la ciudad iraquí de Qaim, el Estado Islámico ejecutó a 300 prisioneros? ¿O es que alguien recuerda las fosas comunes halladas en Tikrit? ¿Alguien supo de la ejecución sumaria a 23 hombres del EI porque supuestamente huyeron de un enfrentamiento contra los peshmergas kurdos? Ante cada uno de esos casos, la reacción del mundo occidental ha sido contundente: silencio.
Es fácil compadecernos de los que se parecen a nosotros. Tan natural como el amor de una madre a su hijo, pero no hay nada meritorio en replicar la compasión solamente a quienes nos son cercanos. En tiempos de comunicaciones transnacionales, de realidades conectadas a pesar de la distancia, apiadarnos solamente del dolor de quien podría ser nuestro familiar, compatriota o amigo es otra forma más refinada de hipocresía.
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