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Matar

Una riña en una calle de Bogotá termina con un perro muerto; un reclamo por el nivel de la música en una fiesta en Bogotá termina con un muerto; una fiesta de Halloween entre yuppies bogotanos termina con un muerto; la llegada de un joven a Medellín a celebrar el año nuevo termina con él muerto; una rumba en un bar de Cali termina con ocho muertos; la reclamación de una líder de víctimas en Medellín termina ella muerta; el retorno de un periodista a su pueblo en Antioquia termina con él muerto.


Los relatos de los colombianos están cruzados por la violencia. Pero no hablo de una fuerza externa que nos posea, del etéreo ‘mal’ de los creyentes, sino de una aparente necesidad de matar, de unas ganas que llevamos en las venas de arrancarle la vida a los otros. Desde la ventana por la que se escapó Bolívar de una cita con la parca, pasando por el fusilamiento de Policarpa Salavarrieta y los hachazos que mataron a Rafael Uribe Uribe, hasta bombas inteligentes que mataron a Alfonso Cano, el país se ha construido a punta de sangre, puñal, explosiones y balas.
Esos relatos no son cuentos distantes que se limitan a unos cuantos políticos callados por la fuerza de las armas que muy pocos recuerdan (Gaitán, Pardo Leal, Jaramillo Ossa, Pizarro, Cepeda, Galán...) No. Son las lágrimas que hemos llorado casi todos los colombianos por un primo, hermano, tío o amigo muerto. Y no hablo de esos familiares que se nos llevan los ríos crecidos o los deslaves de las montañas; derrotados por el azar en esa pelea por domesticar la tierra que nos tocó bajo los pies. No. Son aquellos que han estado del lado sangrante de la carne al contacto con el filo de un cuchillo, quienes han sido despedazados por la metralla y alcanzados por las balas.


Si bien no todos hemos puesto muertos, casi todos hemos estado próximos a irnos de golpe nuevamente al silencio de la nada. En la tarde de un sábado de 1991, mi mamá se salvó por segundos de que uno de los bombazos de Pablo Escobar la matara.


Tampoco es una realidad distante. Basta con abrir el periódico popular de cualquier ciudad colombiana para encontrarse que los asesinatos a manos de ladrones, pillos, vecinos, amigos, hijos o hermanos son habituales.


A Rosa la apuñalaron en su casa de La Milagrosa; a Manuel lo abalearon en Robledo; a un NN de 35 años lo asesinaron con arma blanca en El Picacho; a un presunto ladrón le dispararon y lo mataron en Guayabal; a Johan le tocó la muerte en la clínica La María; a Joffrey lo atacaron en su casa en Barichara… Un sólo periódico, 12 muertes, 36 horas.


Los homicidios durante el año pasado en Colombia llegaron 12.800 según estimaciones oficiales -sí, sí, porque aquí todavía no hay una cifra oficial de asesinatos. Doce mil ochocientos, al ritmo de 35 por día.

En Colombia se odia con la misma facilidad con la que se mata. Cuando se habla de paz, revientan los rencores acumulados por los años: “¡Más bala para esos hijueputas!”, “el proceso de paz es una mierda”, “nos están entregando a los terroristas”, gritan desde las redes sociales. Allí mismo abundan los videos convenientemente filtrados y editados. Los supuestos defensores de la dignidad de los militares, exhiben los cadáveres de uniformados emboscados.


Los cráneos descerrejados y los torsos perforados de los que los populistas de la guerra llaman ‘héroes’, son nuevamente victimizados en fotos y videos asqueantes. Los policías y soldados muertos son exhibidos sin pudor alguno para que los políticos carroñeros capturen en las urnas la popularidad que tiene la guerra.


Pero la mayoría de los muertos del país no son los que pone la guerra. Según Medicina Legal, la mitad de los muertos de este país rencoroso son víctimas de la violencia interpersonal; un ajuste de cuentas, una riña o la embriaguez puede llevar a que se mate como si nada.

La décima parte de los muertos de esta historia es víctima de los atracos y hurtos a comercios o residencias; uno de cada 17 es víctima de violencia intrafamiliar, y sólo el 20% murió por el conflicto armado.


Matar parece fácil. Físicamente es fácil. Lo preocupante es que, en Colombia, moralmente también lo es.

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