Un día nacés. Desde pequeño tu papá o tus amigos juegan contigo a la pelota. Como está en el piso la pateás y tu papá celebra mientras tu mamá se quiere enloquecer porque el portarretratos familiar irá a dar al piso.
Te regalan una camiseta verde, roja, amarilla, vinotinto; la prenda es irrelevante mientras te inyectan una predilección, un amor casi religioso por esos colores. Tu papá, tu tío, tu hermano o cualquiera de la familia te dice que hay que querer y hacerle fuerza a ese equipo. ¿La razón? Bah: que porque ha ganado más, que porque este sí es el del pueblo. Da lo mismo: lo tenés que querer. Terminan por inocularte una tradición, una imposición.
Quizá sos terco, el irreverente de la casa, y se te mete en la cabeza otro equipo porque fue el primero que viste por televisión, porque allá jugaba el enano autista X o el princesito ególatra Y. Tal vez porque allá se creó una banda de colombianos que emigró hace décadas y por puro amor o conmiseración nacionalista le hacés fuerza todavía a ese club.
Seguís a tu equipo. Un día vas al estadio y ahí sellás ese pacto de amor eterno. Seguís yendo a la tribuna y empezás a cantar las mismas canciones que han inventado en Argentina, México o Brasil, y repitiendo sandeces, te creés lo mejor.
Te unís a una barra. Te las das de ingenioso por adaptar las canciones populares junto a un tambor monorrítmico y una trompeta desafinada. Creés que por gritar más duro desde la tribuna el balón va a entrar más fácil en el arco contrario; te indignás cuando tus compañeros de tribuna no cantan.
Uno, el más machito, ese que perfectamente se podría pasar la semana montado en una moto haciéndose a unos pesos a punta de cañón, el que tiene tatuado el logo de la empresa a la que dicen apoyar, putea, empuja y golpea al que no canta. Si es de otro barrio, es capaz de ofrecerle cuchillo.
Abajo en la cancha los jugadores no juegan sino que trabajan. Y cuando los trabajadores no corren, cuando la pelotita no entra, cuando el equipo de enfrente es más bravo, pedís huevos. La miserable boletica con la que entraste al estadio te da la autoridad para pretender que se gane a punta de escroto, como si el fútbol fuera solamente cosa de carácter, de ímpetu, de pelotas.
Algunos de esos trabajadores, además de futbolistas, son cirqueros. Saltan como trapecistas, se mueven como contorsionistas, se quejan como mimos de un circo barato. Cuando los cirqueros son de la otra carpa, los chiflás, les tirás monedas o cualquier cosa, por hacer el mismo drama que le aplaudís a tu equipo.
Cuando el show no basta, tu amiguito, el del loguito tatuadito en la espaldita y la barrita en el pechito, empieza a reclamar al técnico porque puso un delantero en vez de un lateral, cambió un central por otro central, porque metió al culicagadito o no lo metió antes... y vos le hacés caso. Pedís de vuelta al arquero argentino que se lesionó hace varios meses y que fue traído por esa mafia al interior del club porque ese, decís, sí tiene liderazgo.
El técnico, que sabe lo de adentro, rechaza al 'che' porque ese liderazgo es caciquiar, braviar, ponerle la mano al arquero suplente que venía de la cantera solo porque se había ganado la titular.
Cuando el equipo no marcha —porque la puta pelotita se resiste a entrar al arco una, dos, tres fechas— la mafia de la tribuna, aupada por la mafia en la dirigencia del club, empieza a hacerle visitas a los jugadores. Fierro en mano los animan a mejorar su nivel: Si no hacés gol te morís, hp. Si no tapás bien, se muere tu familia. Te vamos a cobrar ese autogol, puto cagón.
Que el equipo no corra porque el preparador físico sea un pelmazo sin preparación que trajo el deté no te importa; que el equipo no corra porque desde adentro le están haciendo el cajón al técnico no te importa. Vos querés ganar.
Queremos la cooo-ooo-ooopaaaa cantás, exigís. No importan las amenazas. No importan los dirigentes que no pagan. No importan los derechos de los jugadores. No importan las familias que se espantaron a punta de pelotitas, las tuyas y las de los otros imbéciles que se harían matar por un color.
Es una pasión. Decís en todos los partidos: yo me muero sin vos. Ja, como si tu equipito, su multimillonario dueño, tus amiguitos barristas, el caciquee del puñal, la FIFA con sus enormes cuentas en Suiza y los futbolistas se fuera a morir sin vos. Yo me muero sin vos.
Querés una estrella más en ese logo empresarial para enrostrársela al vecino; una estrella comprada, una estrella mal pitada, una estrella mal jugada, una estrella al fin de cuentas para celebrar como un orate. Querés esa puta estrella para humillar al idiota de la oficina que está tan convencido como vos de que su equipo es el mejor.
Te regalan una camiseta verde, roja, amarilla, vinotinto; la prenda es irrelevante mientras te inyectan una predilección, un amor casi religioso por esos colores. Tu papá, tu tío, tu hermano o cualquiera de la familia te dice que hay que querer y hacerle fuerza a ese equipo. ¿La razón? Bah: que porque ha ganado más, que porque este sí es el del pueblo. Da lo mismo: lo tenés que querer. Terminan por inocularte una tradición, una imposición.
Quizá sos terco, el irreverente de la casa, y se te mete en la cabeza otro equipo porque fue el primero que viste por televisión, porque allá jugaba el enano autista X o el princesito ególatra Y. Tal vez porque allá se creó una banda de colombianos que emigró hace décadas y por puro amor o conmiseración nacionalista le hacés fuerza todavía a ese club.
Seguís a tu equipo. Un día vas al estadio y ahí sellás ese pacto de amor eterno. Seguís yendo a la tribuna y empezás a cantar las mismas canciones que han inventado en Argentina, México o Brasil, y repitiendo sandeces, te creés lo mejor.
Te unís a una barra. Te las das de ingenioso por adaptar las canciones populares junto a un tambor monorrítmico y una trompeta desafinada. Creés que por gritar más duro desde la tribuna el balón va a entrar más fácil en el arco contrario; te indignás cuando tus compañeros de tribuna no cantan.
Uno, el más machito, ese que perfectamente se podría pasar la semana montado en una moto haciéndose a unos pesos a punta de cañón, el que tiene tatuado el logo de la empresa a la que dicen apoyar, putea, empuja y golpea al que no canta. Si es de otro barrio, es capaz de ofrecerle cuchillo.
Abajo en la cancha los jugadores no juegan sino que trabajan. Y cuando los trabajadores no corren, cuando la pelotita no entra, cuando el equipo de enfrente es más bravo, pedís huevos. La miserable boletica con la que entraste al estadio te da la autoridad para pretender que se gane a punta de escroto, como si el fútbol fuera solamente cosa de carácter, de ímpetu, de pelotas.
Algunos de esos trabajadores, además de futbolistas, son cirqueros. Saltan como trapecistas, se mueven como contorsionistas, se quejan como mimos de un circo barato. Cuando los cirqueros son de la otra carpa, los chiflás, les tirás monedas o cualquier cosa, por hacer el mismo drama que le aplaudís a tu equipo.
Cuando el show no basta, tu amiguito, el del loguito tatuadito en la espaldita y la barrita en el pechito, empieza a reclamar al técnico porque puso un delantero en vez de un lateral, cambió un central por otro central, porque metió al culicagadito o no lo metió antes... y vos le hacés caso. Pedís de vuelta al arquero argentino que se lesionó hace varios meses y que fue traído por esa mafia al interior del club porque ese, decís, sí tiene liderazgo.
El técnico, que sabe lo de adentro, rechaza al 'che' porque ese liderazgo es caciquiar, braviar, ponerle la mano al arquero suplente que venía de la cantera solo porque se había ganado la titular.
Cuando el equipo no marcha —porque la puta pelotita se resiste a entrar al arco una, dos, tres fechas— la mafia de la tribuna, aupada por la mafia en la dirigencia del club, empieza a hacerle visitas a los jugadores. Fierro en mano los animan a mejorar su nivel: Si no hacés gol te morís, hp. Si no tapás bien, se muere tu familia. Te vamos a cobrar ese autogol, puto cagón.
Que el equipo no corra porque el preparador físico sea un pelmazo sin preparación que trajo el deté no te importa; que el equipo no corra porque desde adentro le están haciendo el cajón al técnico no te importa. Vos querés ganar.
Queremos la cooo-ooo-ooopaaaa cantás, exigís. No importan las amenazas. No importan los dirigentes que no pagan. No importan los derechos de los jugadores. No importan las familias que se espantaron a punta de pelotitas, las tuyas y las de los otros imbéciles que se harían matar por un color.
Es una pasión. Decís en todos los partidos: yo me muero sin vos. Ja, como si tu equipito, su multimillonario dueño, tus amiguitos barristas, el caciquee del puñal, la FIFA con sus enormes cuentas en Suiza y los futbolistas se fuera a morir sin vos. Yo me muero sin vos.
Querés una estrella más en ese logo empresarial para enrostrársela al vecino; una estrella comprada, una estrella mal pitada, una estrella mal jugada, una estrella al fin de cuentas para celebrar como un orate. Querés esa puta estrella para humillar al idiota de la oficina que está tan convencido como vos de que su equipo es el mejor.
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