El vacío de poder es tan nocivo para los países como para quienes se ven forzados dejar el poder de lado. En las democracias los jefes de Estado suelen abandonar sus cargos con un aire taciturno y algunos incluso optan por el ostracismo. En otros casos, como en el de Colombia, los mandatarios salientes emprenden una carrera de odio.
A los ojos de un lector desprevenido, la entrevista que le dio el expresidente Álvaro Uribe Vélez al diario El País es el llamado desesperado de un líder democrático a la comunidad internacional en contra de los acuerdos del gobierno de Juan Manuel Santos con las Farc. Un llamado urgente, una especie de epifanía de una casandra demócrata que ve ante sí el desastre de un país entregado a la guerrilla.
Pero para un colombiano que ha tenido que convivir con la estigmatización a través de Twitter, con sus pronunciamientos irresponsables a los medios y desde el Senado, las palabras de Uribe son una muestra perfecta del cinismo de quien alguna vez dirigiera el destino de los colombianos.
La entrevista es la evidencia clara del hambre de poder de un político incendiario capaz de ver a su país arder por la guerra antes de reconocer los beneficios de un acuerdo de paz. Unos beneficios que, valga la pena mencionar, él también buscó desesperadamente.
Los tiempos han cambiado y Uribe también. Ese expresidente que no tuvo inconveniente alguno en negociar con los paramilitares de espaldas al país, aún cuando ellos seguían masacrando, traficando y delinquiendo, es el que hoy le pide transparencia a los diálogos de La Habana. Ese expresidente que ofreció a las guerrillas la suspensión de las penas y una constituyente es el que hoy critica la impunidad que supuestamente le garantizarían los acuerdos.
Ese expresidente que se declara víctima de una persecución política, es el mismo que tildó de apátridas a los opositores e interceptó a través del DAS las comunicaciones de periodistas, políticos y de la mismísima Corte Suprema de Justicia. Ese mismo, cuyo candidato en las últimas elecciones a la Presidencia en las últimas fue sorprendido dialogando con un hacker para espiar de las comunicaciones confidenciales de los delegados del Gobierno en La Habana, es quien afirma que la investigación en su contra es un montaje.
A pesar de las dificultades durante los diálogos, Uribe asegura sin mayor evidencia que la sospecha que el Gobierno se ha sometido a los caprichos de la guerrilla. Lo dice sin importar que los delegados de Santos no han acogido las propuestas maximalistas con las que llegó las Farc a Cuba de revisar los tratados de libre comercio, crear una ley que regule los medios, reformular la doctrina militar y reestructurar las Fuerzas Armadas, entre otras.
Uribe, respaldado por una porción cada vez más pequeña del país, defiende la entelequia de que tras los acuerdos con las Farc habrá impunidad, a pesar de que lo pactado entre las partes asegura que habrá investigación y juicio contra los responsables de los delitos de lesa humanidad.
Él y sus seguidores, que se ven a sí mismos como el único partido de oposición a Santos, presentan como un descubrimiento, una suerte de primicia, que las Farc quieren hacerse al poder. ¡Vaya novedad! Lo que ignora en sus múltiples pronunciamientos la cabeza del uribismo es que lo que se busca es que los guerrilleros accedan a los cargos públicos, y en últimas al poder, a través de mecanismos democráticos.
El uribismo sigue a rajatabla la estrategia goebbeliana de persistir en las mentiras y, la verdad sea dicha, ha tenido éxito. El fin de semana pasado, miles de colombianos marcharon por las principales ciudades del país repitiendo las consignas -las mentiras, mejor- dictadas diariamente por las cabezas visibles del uribismo. Su mensaje ha tenido tal penetración que hasta grupos paramilitares (sí, esos que se suponía que Uribe había desmovilizado durante sus dos mandatos) invitaron a participar en las marchas.
Uribe ha vendido miedo y es allí donde radica la fuerza de su mensaje. Fue el miedo el que le dio su victoria tras el estrepitoso fracaso de los diálogos de San Vicente del Caguán y lo que lo mantuvo en con importantes cifras de popularidad. Fue el miedo el que hizo que muchos colombianos hicieran a un lado las denuncias de más de 5000 ejecuciones extrajudiciales, las detenciones masivas, y las visitas non sanctas a la Casa de Nariño a lo largo de su mandato.
Bajo el influjo del miedo, los colombianos se hicieron los de la vista gorda ante el rearme de las viejas estructuras paramilitares, el crecimiento de la delincuencia común en las ciudades y la estigmatización de las ONG y organizaciones ciudadanas.
Por ese pasado oscuro y el consecuente déficit de autoridad moral para atacar al Gobierno, es indispensable que en España se sepa de las mentiras de Uribe. La suerte del país podría depender de la capacidad del país de desmantelar la megalomanía uribista, esa que se fortalece con la estrategia de boicotear de manera permanente a los acuerdos de paz.
A los ojos de un lector desprevenido, la entrevista que le dio el expresidente Álvaro Uribe Vélez al diario El País es el llamado desesperado de un líder democrático a la comunidad internacional en contra de los acuerdos del gobierno de Juan Manuel Santos con las Farc. Un llamado urgente, una especie de epifanía de una casandra demócrata que ve ante sí el desastre de un país entregado a la guerrilla.
Pero para un colombiano que ha tenido que convivir con la estigmatización a través de Twitter, con sus pronunciamientos irresponsables a los medios y desde el Senado, las palabras de Uribe son una muestra perfecta del cinismo de quien alguna vez dirigiera el destino de los colombianos.
La entrevista es la evidencia clara del hambre de poder de un político incendiario capaz de ver a su país arder por la guerra antes de reconocer los beneficios de un acuerdo de paz. Unos beneficios que, valga la pena mencionar, él también buscó desesperadamente.
Los tiempos han cambiado y Uribe también. Ese expresidente que no tuvo inconveniente alguno en negociar con los paramilitares de espaldas al país, aún cuando ellos seguían masacrando, traficando y delinquiendo, es el que hoy le pide transparencia a los diálogos de La Habana. Ese expresidente que ofreció a las guerrillas la suspensión de las penas y una constituyente es el que hoy critica la impunidad que supuestamente le garantizarían los acuerdos.
Ese expresidente que se declara víctima de una persecución política, es el mismo que tildó de apátridas a los opositores e interceptó a través del DAS las comunicaciones de periodistas, políticos y de la mismísima Corte Suprema de Justicia. Ese mismo, cuyo candidato en las últimas elecciones a la Presidencia en las últimas fue sorprendido dialogando con un hacker para espiar de las comunicaciones confidenciales de los delegados del Gobierno en La Habana, es quien afirma que la investigación en su contra es un montaje.
A pesar de las dificultades durante los diálogos, Uribe asegura sin mayor evidencia que la sospecha que el Gobierno se ha sometido a los caprichos de la guerrilla. Lo dice sin importar que los delegados de Santos no han acogido las propuestas maximalistas con las que llegó las Farc a Cuba de revisar los tratados de libre comercio, crear una ley que regule los medios, reformular la doctrina militar y reestructurar las Fuerzas Armadas, entre otras.
Uribe, respaldado por una porción cada vez más pequeña del país, defiende la entelequia de que tras los acuerdos con las Farc habrá impunidad, a pesar de que lo pactado entre las partes asegura que habrá investigación y juicio contra los responsables de los delitos de lesa humanidad.
Él y sus seguidores, que se ven a sí mismos como el único partido de oposición a Santos, presentan como un descubrimiento, una suerte de primicia, que las Farc quieren hacerse al poder. ¡Vaya novedad! Lo que ignora en sus múltiples pronunciamientos la cabeza del uribismo es que lo que se busca es que los guerrilleros accedan a los cargos públicos, y en últimas al poder, a través de mecanismos democráticos.
El uribismo sigue a rajatabla la estrategia goebbeliana de persistir en las mentiras y, la verdad sea dicha, ha tenido éxito. El fin de semana pasado, miles de colombianos marcharon por las principales ciudades del país repitiendo las consignas -las mentiras, mejor- dictadas diariamente por las cabezas visibles del uribismo. Su mensaje ha tenido tal penetración que hasta grupos paramilitares (sí, esos que se suponía que Uribe había desmovilizado durante sus dos mandatos) invitaron a participar en las marchas.
Uribe ha vendido miedo y es allí donde radica la fuerza de su mensaje. Fue el miedo el que le dio su victoria tras el estrepitoso fracaso de los diálogos de San Vicente del Caguán y lo que lo mantuvo en con importantes cifras de popularidad. Fue el miedo el que hizo que muchos colombianos hicieran a un lado las denuncias de más de 5000 ejecuciones extrajudiciales, las detenciones masivas, y las visitas non sanctas a la Casa de Nariño a lo largo de su mandato.
Bajo el influjo del miedo, los colombianos se hicieron los de la vista gorda ante el rearme de las viejas estructuras paramilitares, el crecimiento de la delincuencia común en las ciudades y la estigmatización de las ONG y organizaciones ciudadanas.
Por ese pasado oscuro y el consecuente déficit de autoridad moral para atacar al Gobierno, es indispensable que en España se sepa de las mentiras de Uribe. La suerte del país podría depender de la capacidad del país de desmantelar la megalomanía uribista, esa que se fortalece con la estrategia de boicotear de manera permanente a los acuerdos de paz.
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