Nuestras acciones son objetivas en sí. En muchas ocasiones podemos atinar a comprender su origen, su razón de ser. En otras tantas, somos movidos por una fuerza que nos supera y nos lleva a actuar de formas que escapan a nuestra comprensión. Unas y otras están mediadas por la percepción propia y de los demás.
Escribir este tipo de cosas me obliga a admitir que no soy psicólogo ni estudio para serlo. Este texto es una observación fundamentada en mi experiencia personal, reflexiones, diálogos y lecturas. Por lo anterior, no intente tomar esta serie de apreciaciones como una posición de un profesional.Nuestra mente, confinada a un espacio cerrado dentro de nuestras cabezas, se extiende más allá de las fronteras de lo tangible. La mente acopia realidades lejanas, altera los recuerdos e interactúa con la realidad dándole sentido acorde con experiencias pasadas. Son estas últimas las más problemáticas, puesto que las interpretaciones de la realidad son, en la mayoría de los casos, más poderosas que la realidad misma.
Estamos entonces ante el ‘yo’ y su ‘imagen’ y la realidad y su interpretación. Ese ‘yo’ y esa realidad son objetivos: no están hechos de otra cosa que la realidad de sus acciones. Pero la percepción de las acciones –aún de mi mismo ‘yo’- está mediada por un lenguaje intrínseco a cada una de las mentes que se forma en la infancia y se va enriqueciendo a lo largo de la vida a través de la experiencia. Es así como se construye una forma de pensar que le da sentido a una cosmogonía personal. Es decir, cada quien, cada cosa, es visto por la historia detrás del perceptor no por la cosa o persona en sí misma.
Así como algunos optan por la tranquilidad y el dichoso ‘vaso medio lleno’, en otros la victimización es una cosmogonía. Su visión está marcada por dolores añejos que no han sanado y que, en la medida en que no cierran, se prestan para hacer de los dolores recientes maximalismos de vida. Se le da al dolor la posición de rey de las emociones porque es éste quien le da sentido a una forma de ver esa realidad.
Me explico. En casos en los que la persona es movida por la tristeza y el dolor, su interpretación de la realidad objetiva será el dolor. De esa forma, el vaso roto no es un vaso roto sino una muestra más de que el universo conspira en su contra o de que, en el más paisa de los casos “¡me van a acabar con la vajilla!”; el error del otro no es un error propio de su condición humana sino que es la evidencia de que no se puede confiar en nadie. Los eventos son los mismos: un vaso se puede romper en cualquier casa y en algún momento alguien nos dañará, pero la historia personal desencadena acciones impulsadas por esa impresión de que el otro es un transgresor y de que se es víctima de la realidad.
Obnubilados por su visión de una omnipresente maldad, se dejan llevar por la sensación de que los demás son excesivamente imperfectos y que no habría por qué interactuar con ellos. No lo dicen directamente, pero los demás (o los distintos ‘yoes’ objetivos) son cargados de un metalenguaje que trasciende y degenera el mensaje original. Con esa transformación de la realidad dentro de sus cabezas, son ellos quienes oprimen sus heridas y olvidan que han dañado a los demás. En una ecuación aún para mí ininteligible, siempre será menor el daño que nosotros hicimos al que nos hicieron o harán.
Pero ellos no elijen vivir así. No. No es que se escoja esa forma de vida y esa visión ya que aún los jóvenes que hacen de su tristeza un espectáculo lo que buscan es hacer visible su dolor y gritar, a su modo, por ayuda. Esa percepción oscura de la realidad y los demás ha sido alimentada por dolorosas experiencias pasadas a las que se recurre constante e inconscientemente como evidencia de que quienes nos rodean nos dañarán. El dolor se hace cíclico: es el escudo que los ‘protege’ de los demás, pero es la razón por la que el daño inherente a la interacción con los demás se vea maximizado. Es decir, se alimenta al dolor como causa y consecuencia del dolor. Más que de los demás, son víctimas de sus recuerdos.
Aquí hay que admitir algo cierto. En algún momento seremos lastimados por quienes nos quieren o quienes queremos. Es más: la realidad duele. Pero más cierto aún es que en algún momento lastimaremos a quienes nos quieren o queremos, por acción u omisión. En algún momento, y será más temprano que tarde, seremos los malinterpretados: nuestras acciones encajarán en el mito fundacional de otras personas y vendrá el dolor.
Ante la evidencia es tozuda al señalar que el daño indefectiblemente vendrá, la mejor herramienta es aceptar al otro como un ser que se puede equivocar. Es mejor pecar de ingenuo que de rencoroso o malpensado. Por ello, porque si bien no podemos alterar la realidad y el sinnúmero de ‘yoes’ dispuestos en ella, sí podemos alterar nuestra interpretación del mundo y los demás. Acorazarnos en el error de los demás deja fortísimas corazas, pero carentes de contenido.
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