Una riña en una calle de Bogotá termina con un perro muerto; un reclamo por el nivel de la música en una fiesta en Bogotá termina con un muerto; una fiesta de Halloween entre yuppies bogotanos termina con un muerto; la llegada de un joven a Medellín a celebrar el año nuevo termina con él muerto; una rumba en un bar de Cali termina con ocho muertos; la reclamación de una líder de víctimas en Medellín termina ella muerta; el retorno de un periodista a su pueblo en Antioquia termina con él muerto. Los relatos de los colombianos están cruzados por la violencia. Pero no hablo de una fuerza externa que nos posea, del etéreo ‘mal’ de los creyentes, sino de una aparente necesidad de matar, de unas ganas que llevamos en las venas de arrancarle la vida a los otros. Desde la ventana por la que se escapó Bolívar de una cita con la parca, pasando por el fusilamiento de Policarpa Salavarrieta y los hachazos que mataron a Rafael Uribe Uribe, hasta bombas inteligentes que mataron a Alfonso Cano,